¡A naufragar! Parte 3

Durante la larga noche del Proceso, el rock argentino se redefine como refugio. Desde las páginas del Expreso Imaginario hasta las bacanales de Patricio Rey.

Martín E Graziano

6 noviembre, 2019

¿Qué se puede hacer salvo ver películas?

En el invierno de 1976, las calles de Buenos Aires amanecieron empapeladas con el anuncio de la salida de una revista llamada Expreso Imaginario. En el centro, coronado por la noche de los tiempos, sonreía un pierrot como símbolo del proyecto: el delirio cósmico y vital en el medio de la oscuridad. Miguel Grinberg apoyó el acontecimiento con una nota central en el periódico La Tarde -apéndice vespertino de La Opinión- y buena parte de la comunidad rockera saludó el lanzamiento con entusiasmo. No era para menos. Fundada por Pistocchi y Lernoud en plena dictadura, el Expreso no sólo se transformó en un refugio sino que -con la incorporación de jóvenes como Alfredo Rosso, Roberto Pettinato, Claudio Kleiman y Fernando Basabru– puso la piedra fundamental del periodismo especializado.

 

En el mismísimo número 1, la revista integró a Astor Piazzolla en su sumario. El magnetismo no era nuevo. Desde su génesis, el rock argentino se había sentido interpelado por la figura compleja y apasionada del bandoneonista. Después de todo, el rock de La Cueva, como la irrupción del Octeto Buenos Aires, había nacido a la sombra de la Revolución Libertadora: entre el cosmopolitismo del Di Tella, las proscripciones y el cine de vanguardia. Tensado por una relación irresuelta con el peronismo.

 

Para entonces, Piazzolla ya tenía en marcha la primera formación del Octeto Electrónico y coqueteaba abiertamente con Spinetta. La música progresiva, que era el gran agujero negro de la época, había absorbido a todos los proyectos imantados por esa fuerza: Generación Cero, Alas e incluso la última encarnación de Invisible. Con sus matices, el ruido que hacían todos esos grupos llevaba cada vez más lejos los límites de un territorio: la música sin nombre para la Buenos Aires ominosa del Proceso. De la paranoia, los disparos en la madrugada y los camiones de culata en la puerta de los recitales.

 

Realizado el 3 de junio de 1977 en el Club Hípico, el Festival Encuentro llevó ese mismo anhelo a su cima: reunir a artistas de diferentes extracciones y articular una hipotética música popular argentina. Curada por Litto Nebbia, la grilla era ecuánime: Antonio Agri y su Conjunto de Arcos, Spinetta, Rodolfo Mederos junto a Generación Cero y el propio Nebbia acompañado por su trío y un invitado de lujo: Domingo Cura. “La idea de fusionarnos era algo que ya veníamos proyectando desde varios años antes con Dino Saluzzi, Manolo Juárez, Rodolfo Alchourron, Daniel Homer, Domingo Cura y nuestro trio, entre muchos otros –dice Nebbia, curador de la grilla-. Con toda esta gente grabamos más de diez álbumes durante los años setenta. Lo que hacíamos habitualmente era ponernos al servicio de quien fuera el líder del disco a grabar. Así grabamos, entre otros, Dedicatoria de Dino Saluzzi, Tiempo Reflejado y De aquí en más de Manolo Juárez, Sanata y Clarificación Vol. 2 de Rodolfo Alchourron, Canciones para perdedores de Mirtha Defilpo, y también algunos míos como Bazar de los milagros y Canciones para cada uno Vol. 1 y Vol. 2. Esa noche en el Hípico cada quien tenía su espacio para presentar su música y luego compartíamos algunos momentos juntos”.

 

No hubo tiempo para ese sueño. La dictadura de la Junta Militar se preparaba para dejar la huella de su bota en la cima de su propia hegemonía. Músicos como Miguel Cantilo armaban las maletas y Charly García se hacía la gran pregunta metafísica del Proceso: ¿qué se puede hacer salvo ver películas? Los soldados de la psicodelia se replegaron hasta sus habitaciones y, como consignan los Correos de Lectores de todas esas revistas subterráneas, cada uno libró la batalla por su estado de ánimo. “En el aire vibraba un rumor de adioses –decía Grinberg-. Y los días siguientes trajeron ondas solitarias”.

 

Editado a través de Galerna, Cómo vino la mano hizo la primera retrospectiva del rock argentino. Justo en el medio de la sangría. Entre la oleada de exilios (Nebbia, Santaolalla, Gieco, los Crucis, etc.), el mundial de futbol y el desembarco de Fiebre de sábado por la noche y la música disco. Todo pendía de un hilo. Sostenido subterráneamente por algunos pequeños bolsones de resistencia como el Expreso Imaginario o el trabajo de M.I.A.: el colectivo nucleado alrededor de la familia Vitale que sentó las bases de la autogestión. La aparición de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota y las muestras de MEEBA (Mutual de Estudiantes y Egresados de Bellas Artes): una serie de tertulias alimentada a base de vino y empanadas donde se empezó a incubar una nueva forma del under.

 

En el último tramo de 1979, dos eventos renovaron el contrato del rock como cultura. Por un lado, la conciliación entre Serú Girán con su público a partir de La grasa de las capitales. Por otro, el regreso de Almendra. A lo largo de los meses siguientes, la gira del cuarteto de Belgrano y los sucesivos retornos de Manal y Moris alentaron una suerte de reagrupación de las fuerzas dispersas. No solo porque se trataba de artistas seminales de la movida -creadores de un lenguaje propio y representantes de líneas estéticas diferentes aunque complementarias-, sino también porque el espacio físico de todos esos conciertos fue el Estadio Obras Sanitarias. “No fuimos a ver a un artista extranjero. Fuimos a vernos a nosotros mismos –decía Ralph Rothschild en su cobertura de Almendra-; marginados por los medios de difusión, confundidos por las demás generaciones. Así fue como el aplauso también fue hacia adentro, hacia nosotros mismos por el hecho de sentirnos partícipes de lo que el grupo venía planteando: la música popular argentina de raíz no tradicional”.

 

El renacimiento habilitó a una nueva generación. Mientras el plan económico del gobierno militar revelaba el hueso de sus fisuras, un distinguidísimo restaurant francés de Barrio Norte le abría sus puertas a los primeros punks de Buenos Aires. Pappo regresaba de Europa con la valija cargada de discos de heavy metal y, en una casa-quinta de City Bell, una banda de new wave ensayaba obsesivamente para su primera presentación a gran escala. El 21 de septiembre de 1981, para su performance en el Prima Rock, Virus estaba más que preparado para el desaire y los naranjazos. Del público, pero también de buena parte del canon cristalizado del rock argentino.

 

Los Virus eran, literalmente, los hermanos menores. Jorge Moura, el mayor de la familia, era uno de los militantes del ERP que había sido secuestrado y desaparecido por el Proceso. Julio, Federico y Marcelo metabolizaron la experiencia tocando una música directo a los pies. Cínica, bailable, sensual. Inmediata. En lugar de caminar rumbo a la utopía social salieron disparados a recuperar la potestad sobre su propio cuerpo. Aunque eran tachados de frívolos, fueron uno de los pocos grupos que advirtió la manipulación durante la Guerra de Malvinas y declinaron la invitación al Festival de la Solidaridad Latinoamericana. En su lugar, compusieron “El banquete”.

Nos han invitado
A un gran banquete,
Habrá postre helado,
Nos darán sorbetes.

Han sacrificado jóvenes terneros
Para preparar una cena oficial,
Se ha autorizado un montón de dinero
Pero prometen un menú magistral.

La limpieza de imagen del Festival y la prohibición de la música en inglés desataron un big bang. Incapaces de difundir a sus lanzamientos anglos, las filiales argentinas de los sellos multinacionales pusieron todo su presupuesto en los artistas locales y salieron a buscar créditos flamantes. Con el cartelito de salida democrática en el horizonte, el rock argentino llegaba por primera vez al prime-time del mercado. Así, mientras Charly García viajaba a New York para grabar su segundo disco como solista, Sumo abría un surco entre Hurlingham y el Café Einstein. Nacía la estrella de rock y, casi dialécticamente, una suerte de under ético. El horizonte era negro y dorado: la fiesta tutelada de la primavera alfonsinista. La dicha en movimiento: un mambo criminal.

Pero esa… es otra parte de la historia.

Martín E. Graziano

(Tres Arroyos, 1980) es periodista, Licenciado en Comunicación Social en la Universidad Nacional de La Plata. Publicó el libro Cancionistas del Río de la Plata y junto a Sebastián Benedetti el libro Estación Imposible (Expreso Imaginario y el periodismo contracultural). Colaboró en revistas como La Mano, Planeta Urbano, TDI, Gata Flora y Nómada y publicaciones de crónica latinoamericana como Gatopardo (México) y Séptimo Sentido (El Salvador) han editado sus reportajes. Actualmente escribe sobre música y culturas populares en Rolling Stone, G7, Rumbos, La Pulseada. También es productor cultural, columnista de Radio Universidad de La Plata y ha participado como autor en el volumen colectivo La Plata, ciudad inventada.

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