
Ciudad de Buenos Aires
Bar Moderno,
Maipú 918
Una de las secuencias emblemáticas de Tiro de gracia (1969), la película de Ricardo Becher, retrata uno de los sitios predilectos de la Manzana Loca: el Bar Moderno, entonces ubicado en Maipú 918, entre Paraguay y Charcas. Punto equidistante de encuentro entre los artistas vinculados al Di Tella y los primeros rockers argentinos. La escena, en ese sentido, es icónica: Poni Micharvegas, Cristina Plate, Oscar Masotta, Perez Célis, Federico Peralta Ramos e incluso hasta Susana Giménez se toman un trago mientras suena la música de Manal.
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Itinerarios
Naufrágos: La Perla del once / Bar La Cueva / Bar Moderno / Plaza Francia
El blues en castellano podría haber sido un anhelo. De haber sido una realidad predeterminada se hubiera gestado en el interior de la Provincia de Buenos Aires, por proyectar algo. Pero a veces las normas no se corresponden con el arte, por más ensayos que se hagan. Esa música surgida a miles de kilómetros y al lado de un río, se condensó en otro idioma en el centro del quilombo. Para cuando Manal empezaba a tocar, la música denominada “beat” se estaba esparciendo. Y Javier Martínez, atento a lugares como el Di Tella y a personas del mundo del arte que no estaban tan atadas a la música, dejó que su sangre traslade el origen. Como el blues del Misisipi pero industrial. Como la cosecha pero de algodón de metal y trasladada por grúas en el municipio de Avellaneda. El baterista, compositor y cantante de Manal pensó una noche, en el Bar Moderno, que esa cruza mental no estaba nada mal.
Pero de día, y sin techos, la actividad seguía en lugares como Plaza Francia. Mientras Pipo Lernoud le deba nombres y letras a la primera generación del rock argentino, Miguel Grinberg los ordenaba, los producía, los conducía y los agitaba. Generalmente, el sostén era la poesía y la filosofía moderna como enclave de la contracultura de los sesenta. Desde Francia hasta la Costa Oeste de Estados Unidos, con un ancla de mariposas y flores en el fin del mundo. El pasto y el monumento de Plaza Francia eran propicios para el desarrollo de manifiestos, canciones, discusiones y puesta en acción de la estética del incipiente movimiento juvenil. La primera generación en el país de lo que la industria cultural alemana denominaría “Cultura juvenil”. En ese flujo de oxígeno, los futuros músicos escucharon en el arenero de la historia preguntas sobre qué era ser un náufrago en la ciudad, para qué servía el progreso, sobre rebeliones e intelectuales sin polvo y una observación particular a la educación occidental. Ahí fue, realmente, donde rompieron todo.
Mientras tanto en La Cueva no todos podían entrar. O al menos esa era la presentación: algunos todavía eran menores de edad. Esos artistas de la primera generación del rock argentino, mientras esperaban la excepción de la regla para meterse a escuchar algo de jazz, algo de canción, veían una imagen en movimiento trascendental: la llegada de Sandro. Una mezcla de Elvis Presley con gitano embustero. Una sensación, como decía Billy Bond, incómoda y de revelación. En el arte del primer disco de Sandro y Los de Fuego dice: “su guitarra blanca se une al ritmo de los acompañantes y el frenesí aumenta hasta al paroxismo cuando se quita su chaqueta y la arroja hacia la multitud…”.
A pesar de considerarse un náufrago, a Pajarito Zaguri le retumbaba la imagen de esa guitarra blanca. Entre las mesas de La Perla del Once, era uno de los primeros en pensar que podían sacar a la calle lo que venían macerando interiormente. Atentos a uno de los fundadores de Los Beatniks, Tanguito, Miguel Abuelo y Litto Nebbia -entre otros- tomaron también esa referencia para bocetear las primeras canciones del rock argentino. Rebeldes, los llamó la gente. Rebeldes, fueron sus corazones.
Por Facundo Arroyo